Ese día Alondra iría a hacerme compañía. Estaba
enfermo hace algún tiempo y ella se encargaba de cuidarme. Me leía mis poesías
favoritas, me preparaba la ducha y también la cena. Le dí una copia de las
llaves de casa, así podía entrar cuando quisiera. En realidad, ella me pidió
que se las diese, me dijo que no quería que
me levantara de la cama cada vez que ella tocaba la puerta. Yo se las dí
contento, pues mi casa era suya.
Pasaban las horas y Alondra no aparecía. Comencé a imaginar
que quizás habría perdido el juego de llaves, o quizás se le olvidó que
habíamos quedado en que me visitaría. La llamé, pero me daba el buzón de voz;
la llame solo un par de veces más y me dí por vencido. Escuché entonces el ruido
de la puerta al abrirse, unos pasos suaves que concluyeron con su figura en la
entrada de mi dormitorio. Una flaca dura y locuaz.
Alondra se acercó, sacó el teléfono de mi cama y lo
colocó en la mesa de luz. Me besó la mejilla con un amor que disimulaba
bastante bien y fue a prepararme la ducha.
Me gustaba ordenar mi casa para que ella fuera. En el
living tenía unos sillones que mamá me regaló cuando me mudé solo. Amaba esos
sillones de color mostaza y tapizado suave. Una mesita ratonera de vidrio que
me compré con mucho esfuerzo, trabajando de repositor en el mercadito chino del
barrio. La casa era pequeña, pero a mi parecer muy acogedora. Cuando yo sabía
que Alondra iba a venir, pasaba el plumero por los libros, acomodaba los
almohadones grises del sillón y compraba un par de cosas para la heladera.
Cuando terminé de ducharme, ella ya estaba ubicada en
el living. Me pidió café, se lo preparé y para mi preparé un té con manzanilla.
Me senté frente a ella y al fin acomodados los dos, sonrió y como de costumbre
comenzamos la charla con su típica pregunta: “¿Qué tal la semana?”.
Nos hicimos muy amigos desde la primera vez que la
conocí. Fue en el consultorio de un hospital, (creo que ella había ido para
hacerse un chequeo y yo también) hace ya unos dos años, después de que mamá muriera.
Desde ese entonces venía a visitarme.
Hablamos un par de cosas, me preguntó por mamá, por
papá, por mi día y me contó algo del suyo. Ella me escuchaba con atención, y
sus pupilas pretendían filtrarse en las mías.
Dos días después, Alondra vendría para casa y yo comencé
con la limpieza, que interrumpí a los minutos por el teléfono. Su voz al
teléfono, diciéndome que no iba a poder venir ¡Que estúpida! pensé ¿Cómo podía
dejarme?, había limpiado todo. Me enojé y deshice el orden. Me acosté, tomé la
medicación y me levanté al día siguiente. Ella había ido a casa y se había
asustado por ver unas cosas que rompí. Le expliqué que fue por enojo, pero que
ya estaba bien. Comenzó a decir lo mismo que me dijo unos meses antes cuando
sin querer partí una de las sillas de la cocina “Sabes que no está nada bien,
sabes que me perjudicas con esto, lo sabes”. Le dije que si, si sabia y que me
perdone, pues esa era la única manera de que ella se callara.
―Cuéntame, ¿Te enojaste porque no vine? Sabes cómo son
las cosas aquí, aunque lo niegues ―dijo, y me molesté peor. No se daba cuenta
de nada. ¿Qué sentido tenía ser novios?
Me enojé tanto que agarre su delgado brazo con fuerza,
levanté su dulce cuerpo y la empujé fuera de casa. Del otro lado de la puerta
me dijo algo así como que me calmara, y que vendría no sé cuando. Yo no le dí
atención, no se la merecía.
Ella apareció al otro día y apenas abrió la puerta
soltó un agudo grito que pronunciaba mi nombre. Vidrio, madera, papeles
desparramados por toda la casa.
Salió hasta la vereda e hizo una llamada. Decía algo
así como que no podía más, que ya era suficiente y que necesitaba que la
ayuden. Entró y me dijo que fuera al cuarto por mis pastillas, que era hora de
marchar. Entonces le hice caso, para que no se enoje más, y además me puse
contento, hacía mucho que no paseábamos. Le dí el frasco, ella lo abrió y me
dio una pastilla más de la que debía tomar, pero Alondra era inteligente, asi
que dí por entendido que debía tomarla. Después ella se sentó en el sillón e
hizo una seña con la mano para que fuera
a sentarme con ella. No me senté, me recosté en él y apoyé mi cabeza en
sus piernas, me dormí.
Hoy estoy muy solo y Alondra viene a visitarme una vez
a la semana en mi nueva casa. Es una casa grande, grande, todas las paredes
llevan pintura blanca, tiene pasillos largos y hermosos ventanales. Salgo a dar
paseos y a las 9:00 pm me sirven la cena. Me gustaba más calentar la comida que
Alondra me dejaba preparada, pero si Alondra me quiere aquí, me va a tener
aquí. Hay una sola cosa que no soporto de esta linda casa (se lo diré a mi
amada la próxima vez que la vea): Odio que se refieran a mi como “El paciente
de la 202”
Alondra mía o doctora Alondra, como te dicen aquí quisiera
pintar las blancas paredes con tu nombre.
Escrito el 12 de Septiembre del 2015.
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